Nota de Roberto Gargarella en El Amante, sobre la película "Salvador Allende".
Vi Salvador Allende hace dos años -la película recién se estrenaba- en Oslo, en el marco del Festival de Cine del Sur, en un teatro repleto, y repleto de chilenos en el exilio. En Noruega hay sólo dos tipos de inmigrantes chilenos, los de antes -los de la política- y los de ahora –los de la economía-, que no se llevan demasiado bien entre sí. La película hablaba, también, de dos Chiles, el de la política embravecida y el de la economía inodora e insípida. El film no había empezado y yo ya me había puesto a llorar, rodeado de chilenos morenos y friolentos, perdidos en tierras lejanas, tal vez como uno. Para colmo, empieza la película. Entonces aparece en la pantalla un mural enorme, blanquísimo, tan prolijo. Una pared que era una pura provocación para los amigos de la brocha y el pincel. Y ahí está el director, un hombre con una piedrita en la mano, y crich crich, crich crich, va raspando el muro, y un blanco que no resiste, un blanco sin convicciones, deja asomar por el costado una pared todavía llena de vida y furia. De algún modo, la película podía haber terminado ahí y hubiera estado bien. La pared era todo Chile, y ese hombre con la piedrita era todo Guzmán. El Guzmán que me gusta a mí, raspando con su piedrita lo que parecía un blanco eterno y era un blanco impostor, frágil. Pero Guzmán por suerte no se detiene en la raspadita. Como dice por ahí: “me siento como un extranjero errando por una geografía hostil...pero tras la frialdad de esta ciudad hay personas, sueños, luchas, que debo seguir buscando.” Guzmán sigue buscando, se encuentra con cantidad de rostros poco conocidos, muchas veces ancianos pero todavía tan llenos de compromiso, que ni él esperaba, y se deja sorprender por ellos. Está el maravilloso zapatero anarquista que inspiró al joven Salvador Allende. Están los cuatro viejos que fundaron el Partido Socialista. Están los parientes de Allende, amasando unas empanadas enormes, como las que me preparaba Elena Farías en Oslo, cuando se lo rogaba por teléfono -unas empanadas que quedaban mucho más grandes que sus manos, y que a mí me curaban de toda nostalgia.
Está también la secretaria y amante de Allende, con una presencia y una actitud devastadoras. Resulta que Guzmán insiste en entrevistarla, y ella que no y que no. Ella le dice, casi le grita: “pero por qué a mi, si yo no soy nadie.” Guzmán entrelaza estas declaraciones con imágenes y testimonios que nos muestran quién es la no-entrevistada. Por un lado, imágenes de cuando era joven, militante, hermosísima, de una sonrisa que duele en el pecho, que hacían imposible no enamorarse de ella (sea uno hombre o mujer, lo mismo da). Por otro lado están los testimonios que nos dicen que fue corriendo a esconderse cuando empezaban los bombardeos y Allende daba la orden de abandonar La Moneda. Ella había decidido que quería quedarse para morir junto con el presidente, pero la encuentran y la arrancan de la casa de gobierno. Y ahí está ella, casi a los gritos, diciendo “yo no soy nadie.” Ay! Quisiera abrazarla, ahora.
Después están los anteojos de Allende. Porque parece que el Museo de Historia Natural de Santiago está lleno de recuerdos de los presidentes de la República, pero que de Allende sólo aparece la mitad de los anteojos que lo sobrevivieron. Las gafas están metidas en una cajita que dice “anteojos ópticos encontrados en La Moneda después del bombardeo del presidente Allende.” Y uno no sabe cuándo pegar el grito primal. Si ahí o cuando ve cómo le destruyeron y saquearon la casa de Tomás Moro al Chicho, ya incapaz de defenderse. O cuando se entera de que ahora, tan lejos de entonces, el Estado chileno se negó a co-financiar la película de Guzmán, que finalmente recibió dinero de medio mundo -de Francia, España, Bélgica, Alemania, México- pero no de Chile (y hablo de Patricio Guzmán, el que había filmado la monumental La batalla de Chile –uno de los mejores documentales de la historia del cine- gracias a que, cuenta la leyenda, el cineasta francés Chris Marker le había cedido unos rollos vírgenes, y a que en Cuba lo ayudaron a terminarla). Es como dice Guzmán: “un país sin cine documental es como una familia sin álbum de fotografías. Una casa vacía.”
Las bombas caen sobre las torres de Radio Portales, Radio Corporación, luego sobre La Moneda. Allende, un marxista de modales buenos toda su vida, ve que su vida termina por una conjura de traiciones y no invoca el odio. Las bombas caen y él habla de principios y de felonías. A horas de morir dice “mis palabras no tienen amargura, sino decepción, y serán ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron...Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una sanción moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.” Allende tuvo razón en el que fue, creo, su legado más importante para nosotros: por la razón o por la altura moral, no por la fuerza. Y finalmente aparece el poema de Gonzalo Millán. Me pregunto cómo hizo la gente para largarse a llorar ahí en Oslo, si ya estaban todos llorando. Todo el teatro en silencio y sollozando, mientras se escuchan desde la pantalla palabras como éstas:
El río invierte el curso de su corriente.
El agua de las cascadas sube.
La gente empieza a caminar retrocediendo.
Los caballos caminan hacia atrás.
Las balas salen de las carnes.
Las balas entran en los cañones.
Los oficiales enfundan sus pistolas.
La corriente se devuelve por los cables.
La corriente penetra por los enchufes.
Los torturados dejan de agitarse.
Los campos de concentración se vacían.
Aparecen los desaparecidos.
Los muertos salen de sus tumbas.
Los aviones vuelan hacia atrás.
Los “rockets” suben hacia los aviones.
Allende dispara.
Las llamas se apagan.
Se saca el casco.
La Moneda se reconstruye íntegra.
Demasiado para uno. Pero termino enseguida, junto con la película, y con una anécdota. Dio la casualidad que unas semanas atrás, y finalizado un seminario en Santiago de Chile, fui a visitar la casa de Pablo Neruda en Isla Negra. Un día de sol hermoso, yo feliz de estar ahí. De repente lo veo a Gustavo Noriega, a quien conocía de antes, y que estaba allí como jurado de un festival de documentales. Me acerco a saludarlo y él, bonachón y sonriente me dice: “Estoy acá con Patricio Guzmán, el documentalista chileno. No sé si lo conocés. ¿Querés que te lo presente?” Me acuerdo que me quedé paralizado y con la boca abierta. Desde que había visto la película había quedado conmovido por ella, por ella y por él. Fui a hablarle enseguida para decirle, supongo, alguna que otra tontera. Por eso aprovecho la ocasión, ahora que puedo, más tarde que temprano. Guzmán. Acá desde lejos, en la Argentina, quería agradecerle por lo que hizo. Por Allende, por el socialismo, por Chile.
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