sábado, 15 de octubre de 2011

INTRODUCCION DE OWEN FISS  PREVIA A SU DISCURSO DE ACEPTACION DEL DOCTORADO HONORIS CAUSA EN LA UBA


6 de octubre, 2011
Universidad de Buenos Aires
Agradecimientos en la ocasión del Honoris Causa
       Vine por primera vez a Argentina en junio de mil novecientos ochenta y cinco. Formaba parte de un pequeño grupo de profesores de los Estados Unidos e Inglaterra invitados al país para asistir al juicio de las juntas y ofrecer sus consejos a los responsables en la administración del presidente Alfonsín.
Era un momento extraordinario de la historia de Argentina —y del mundo— porque aquí, en el centro de Buenos Aires,un gobierno civil, sin la ayuda de un ejército victorioso, estaba intentando responsabilizar a los líderes militares de abusos contra los derechos humanos. Los periódicos estaban llenos de reportajes sobre el proceso. Alguno incluso publicaba a diario la transcripción completa del juicio. Muchísima gente hacía cola fuera del tribunal con la esperanza de poder asistir al juicio. Las conversaciones durante los almuerzos, las cenas y las varias recepciones organizados en nuestro honor siempre giraban en torno al proceso. El murmullo de agitación producido por ese evento histórico se sentía por todas partes. Era casi palpable.
       Este pequeño grupo de invitados pasaba sus días en reuniones con personas involucradas en el juicio: los asesores del Presidente en derechos humanos, Jaime Malamud Goti y Carlos Nino; el subsecretario de Derechos Humanos, Eduardo Rabossi; el Fiscal General, Julio César Strassera; su asistente, Luis Moreno Ocampo; y algunos de los magistrados que dirigían eljuicio. Llegamos a reunirnos incluso con el Presidente mismo. Estos diálogos me estimulaban muchísimo y, de hecho, según explico en un libro que recién publiqué, estas conversaciones así como la visita a Argentina en general transformaron mi manera de pensar.
       Aun así, mientras viajaba hacia a Argentina y vivía esta frenética primera visita, no paraba de preguntarme por qué habían querido invitarnos. Dejándome a mí de lado, el grupo estaba formado por pensadores muy conocidos: Bernard Williams, Ronald Dworkin, Thomas Nagel y Tim Scanlon. El extraño carácter académico del grupo —casi todos filósofos— no me sorprendía, pues casi todos los abogados argentinos que había conocido decían ser filósofos del derecho. Pero para ser sincero, ninguno sabíamos casi nada de la historia argentina, ni conocíamos el funcionamiento de su sistema jurídico y, de hecho, en aquel entonces ni siquiera había alguien en el grupo que hablase o leyese castellano. ¿Qué utilidad podrían tener nuestros consejos para esta administración, que se embarcaba en una histórica iniciativa mundial?
Llegamos un domingo y pasamos todo el día del lunes en reuniones en las oficinas ejecutivas. Al atardecer, nos fuimos a la UBA, aunque,como ocurría con la invitación original,tampoco entendíamos muy bien el propósito de aquella visitaa la facultad de derecho. Llegamos sobre las seis de la tarde, y el decano Eugenio Bulygin nos dio una calurosa bienvenida. En su despacho mantuvimos con otros profesores como Martín Farrel luna animada conversación—sobre todo de filosofía, aunque también de política— y veinte minutos despues, Bulygindijo que ya era hora de irnos. Nos miramos, perplejos: ¿A dónde íbamos? Entonces, abrió la puerta del Salón Rojo y de repente vimos una muchedumbre ya sentada, esperando con pacienciaque alguien de entre nosotros diese un discurso.
Sin un pelo de tontos, nos volvimos inmediatamente hacia Ronald Dworkin, el orador más hábil entre nosotros y alguien conocido por su dominio de la retórica. Dworkin suele dar charlas, conferencias y clases sin notas, pero en aquella ocasión, tuvo que hacerlo además sin prepararse y con solo uno o dos minutos de antelación. Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, Ronald Dworkin—¡que Dios le bendiga!— mantuvo al público embelesado. Me acuerdo que, cuando Dworkin acababa de enfatizar por sexta vez la diferencia entre cálculos de utilidad y cuestiones de principio, Bernard Williams se inclinó hacia mí y susurró: “Ya está en piloto automático”.
       Esa primera visita me permitió entender la importancia de esta universidad en la vida intelectual del país, por lo que tomé la determinación de desarrollar programas para fortalecer las relaciones entre la UBA y la Facultad de Derecho de Yale. Estoy, pues, profundamente emocionado con el honor que hoy me confieren. Han pasado veinticinco años desde que pisé por vez primera esta universidady nunca imaginé que volvería con este propósito.
       Así es que me presento hoy ante Ustedes con orgullo, mucho orgullo, pero también con cierta pesadumbre. Los miro a Ustedes, mi querida audiencia, y siento la ausencia de tantas personas que han sido tan importantes para mí y para la universidad. Una de ellas es Andrés d’Alessio, que fue uno de los jueces en el tribunal que presidia el juicio de las juntas, más tarde Procurador General de la Nación y, aun más tarde, decano de la facultad de derecho. Andrés fue un hombre extremadamente valiente. Nunca se desanimó frente a los más grandes desafíos —los personales tanto como los profesionales—. Siempre se guió por los sentimientos más humanos. La última vez que estuve con él, en junio de dos mil ocho, mientras comíamos en Puerto Madero, me comentaba con entusiasmo las perspectivas de que una buena amiga, Mónica Pinto, se convirtiera en decana de esta facultad. Él entendía la importancia de su nombramiento y las muchas aptitudes que ella traería al cargo. Casi puedo ver a Andrés sonriéndonos desde arriba.
       También echo de menos a Carlos Nino. Falleció el veintinueve de agosto de mil novecientos noventa y tres, hace casi veinte años, y aun siento el peso de su pérdida. Me resulta difícil estar aquí en esta universidad o en esta ciudad sin él.¿Cómo es posible que yo reciba este honor, o aun peor, que dé esta conferencia sin él a mi lado? Para el mundo entero, Nino era un erudito de energías sin límite e inteligencia asombrosa, guiado por su compromiso inquebrantable a la democracia; para mí fue también el hermano que nunca tuve. La pérdida que siento es pequeña comparada con la de Susana y los chicos, pero es de la misma naturaleza y la sigo sintiendo hasta el día de hoy. La presentación que quiero dar en esta ocasión, titulada, en inglés –lo siento–“The Democratic Mission of the University,” está dedicada a Carlos y espero que con ella se lance una nueva serie de conferencias en su nombre.
       La última vez que vi a Carlos Nino fue un jueves 26 de agosto de 1993. Yo tenía que viajar a Chile al día siguiente y él tenía que comenzar los preparativos para su funesto viaje a Bolivia el domingo. Para esta altura yo ya había viajado a Argentina muchas veces y había adoptado la costumbre de llevar una maleta extra vacía para llevar a casa todos los manuscritos, libros y artículos de que Carlos me colmaba. Entonces, cuando nos despedimos muy tarde en la noche de aquel jueves, después de horas y horas resolviendo los problemas del mundo desde mi “despacho” en La Biela, Carlos me pasó los manuscritos de dos libros que él acababa de terminar.
       Los dos estaban escritos en inglés, más o menos; y cada uno contaba unas mil páginas, ¡pobre de mí! Buena parte de los tres años que siguieron a su muerte, la pasé editando esos manuscritos: recortándolos, haciendo más fluido el inglés y, por supuesto, consolidando el argumento. El reto era desalentador pero sabía que sería una obra de amor.
       Los dos libros, Radical Evil on Trial y The Constitution of Deliberative Democracy, se publicaron por la editorial de Yale en 1996. Poco después de su aparición, llegó a mis oídos la reacción de Carlos Rosenkrantz al libro sobre derecho constitucional. Rosencrantz, ahora Rector de la Universidad de San Andrés, fue uno de los estudiantes más brillantes y más respetados de Carlos Nino. Según lo que me dijeron, Rosenkrantz apreciaba el mérito de The Constitution of Deliberative Democracy y entendía su importancia en el mundo de las ideas. Pero él tenía la impresión que el editor (yo) había cambiado la posición de Nino, sobre todo donde se hablaba de “judicial review”, sustituyendo las ideas de Carlos Nino por las mías.
Como saben muchos de Ustedes, cuando se trata de rumores aquí en Buenos Aires, mis fuentes son impecables y por eso creí en la veracidad de lo que me habían contado sobre lo ocurrido. Aun así, sonreí cuando lo oí y nunca intenté defenderme. Tampoco lo haré hoy, pero la presentación que estoy a punto de dar podría interpretarse como una respuesta, después de tanto tiempo, a la gentil y afectuosa acusación de Rosenkrantz.   
Carlos Rosenkrantz, y también el resto de los alumnos fieles de Carlos Nino: escuchen bien. Escuchen bien lo que voy a decir y pregúntense si las ideas son mías o si pertenecen a Carlos Nino. ¿Se habrá deslizado como por arte de magia Carlos Nino en mis facultades creativas?¿Habrá moldeado mi pensamiento sobre los asuntos que voy a explorar? Escuchen bien.

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