martes, 2 de mayo de 2006

Democracia sin presidentes.[1]
Marcelo Alegre (UBA-Palermo)
Introducción.
La crítica frontal al presidencialismo está perdiendo espacio en América Latina. En este trabajo expreso mi queja por este silencio. Durante un tiempo creí que tal vez había que abandonar la propuesta de parlamentarización de los sistemas políticos latinoamericanos. Pero un análisis somero de algunos desarrollos recientes de la ciencia política y el derecho constitucional ha reforzado mi convicción acerca del carácter negativo del presidencialismo.
La pasividad actual frente al presidencialismo puede obedecer a diversas razones. En primer lugar, puede deberse a la creencia de que la dicotomía “presidencialismo versus parlamentarismo” es demodé, y que otras categorías (por ejemplo “federalismo-unitarismo”, “pluripartidismo-bipartidismo”) gozan de mayor poder explicativo respecto de los sistemas políticos. En segundo lugar, la aceptación del presidencialismo podría fundarse en el error de las críticas de décadas pasadas, o en el hallazgo de ciertas virtudes hasta ahora ocultas del presidencialismo. En tercer lugar, aun cuando la dicotomía “presidencialismo-parlamentarismo” mantuviera su vigencia y los males del presidencialismo se consideraran probados más allá de toda duda razonable, podríamos justificadamente postergar la propuesta de abandonar el presidencialismo por razones de realismo: tal vez sea impensable un cambio tan radical de sistema de gobierno. O tal vez sería simplemente inconveniente contribuir a la larga historia de inestabilidad institucional latinoamericana a través de nuevas reformas constitucionales con su carga de traumatismo, alta tensión y profundas confrontaciones.
Me propongo reflexionar acerca de estas posibles explicaciones en el siguiente orden: Primero repasaré el estado de la cuestión en la discusión académica de la última década y media. Además de las nuevas evidencias sobre las disfuncionalidades del presidencialismo, me ocuparé luego de algunas defensas recientes del presidencialismo. A continuación, enfatizaré la crítica normativa del presidencialismo, y señalaré de qué manera las objeciones de principio pueden extenderse a la alternativa de atenuar, en vez de desmantelar el presidencialismo. Mi sospecha es que el semi-presidencialismo no es una buena opción y que deberíamos, consecuentemente, optar por un sistema parlamentario. Por último aspiro a convencerlos / as que los académicos / as no debemos sumarnos al silencio que parece estar imperando respecto de un sistema que, como el personaje borgeano, “es autoritario, pero también es ineficaz.”[2]

Vigencia del debate “presidencialismo versus parlamentarismo”.
Una posible explicación del abandono de la crítica al presidencialismo en América Latina sería que la distinción entre sistemas presidencialistas y parlamentaristas es demasiado abstracta, y que por consiguiente, el foco de las reformas institucionales debería centrarse en otros elementos de los sistemas institucionales. De acuerdo con esta explicación, sería más fructífero, en vez de cuestionar el sistema de gobierno, que nos ocupáramos, por ejemplo, de los problemas que plantea el federalismo latinoamericano, o de fortalecer la independencia judicial, o de reformar el sistema de partidos políticos.
Existe una correlación entre este punto de vista y algunos desarrollos académicos recientes. En efecto, ha habido intentos muy serios de demostrar que la dicotomía “presidencialismo/parlamentarismo” debía ser abandonada.[3] Sin embargo, el resultado, a mi juicio, ha sido el de fortalecer la relevancia de este contraste. Los embates contra la distinción, en lugar de desplazarla, la han enriquecido. Por supuesto, hoy entendemos que el sistema político no lo es todo, ya que también cuenta, por ejemplo, el grado de federalismo, el sistema electoral y de partidos políticos, la cantidad de actores con poder de veto sobre las políticas públicas. Pero el hecho de que un país adopte un sistema presidencialista o uno parlamentario sigue siendo la decisión institucionalmente más significativa y que acarrea las consecuencias más profundas con relación al resto de las variables. En otras palabras, los sistemas presidencialistas suelen producir diferencias muy marcadas respecto de los parlamentarios en una amplia serie de elementos. Las diferencias al interior de los sistemas de gobierno, con ser de fundamental importancia, no consiguen opacar la relevancia de las diferencias entre sistemas de gobierno.
Como lo han mostrado David Samuels y Kent Eaton,[4] hay dos características predominantes en los sistemas presidencialistas. Por un lado, los “poderes unilaterales del ejecutivo” (veto legislativo, dictado de decretos con fuerza de ley, iniciativa en materia presupuestaria, etc) y por otro lado, la “separación de propósitos” (que se da cuando el ejecutivo y los legisladores difieren en sus incentivos, preferencias, y respecto de los grupos, presiones, y demandas a que responden). Estos dos elementos son más frecuentes en los sistemas presidencialistas, y aun cuando puedan excepcionalmente estar presentes en los sistemas parlamentarios, su impacto es mayor en los esquemas presidencialistas. A partir de estos rasgos surgen notorias diferencias entre los sistemas presidencialistas y los parlamentaristas en varias dimensiones. Hay diferencias en cuanto a la fragilidad del régimen, a la probabilidad del surgimiento de gobiernos de minoría, a la efectividad en la aprobación de propuestas legislativas, a los incentivos para proponer y para integrar gabinetes de coalición,[5] a la facilidad para la entrada de oportunistas, y “outsiders” a los gabinetes de gobierno, al acceso público a información política relevante, a la influencia de los grupos de interés, a la vulnerabilidad frente a la corrupción, y en cuanto a la exposición de los sistemas a los cambios abruptos y sorpresivos de programas y acciones de gobierno.
Luego repasaré estos efectos, pero por ahora sólo interesa remarcar que la distinción entre presidencialismo y parlamentarismo merece continuar en el centro de los estudios sobre regímenes de gobierno. Esto no significa ignorar la relevancia (como tal vez se hizo durante un tiempo) de otras variables que afectan de manera importante el funcionamiento de los sistemas políticos, como los poderes legislativos del ejecutivo, los sistemas electorales, el sistema de partidos políticos, el bicameralismo, el federalismo y el control judicial de constitucionalidad.[6]
Para ilustrar la vigencia de la importancia de la distinción entre presidencialismo y parlamentarismo, permítaseme aludir al importante trabajo de George Tsebelis, uno de los autores que ha insistido en la conveniencia de abandonar esta dicotomía.[7] Tsebelis ha propuesto que la clave para entender los distintos sistemas son los jugadores con poder de veto [veto players], es decir, actores cuya aquiescencia es necesaria para modificar el status quo. En apretada síntesis, la idea de Tsebelis es que a mayor cantidad de jugadores con poder de veto habrá mayor estabilidad en las políticas y, consiguientemente, mayor dificultad para producir reformas. Samuels e Eaton señalan que el número de los jugadores con poder de veto puede estar configurado por elementos distintivos de ambos sistemas, por lo cual éstos y no aquellos son la clave principal. Adicionalmente, el mismo Tsebelis reconoce que ciertos actores con poder de veto pueden ser irrelevantes, dado lo que denomina la “regla de absorción”: si las preferencias de un actor con poder de veto coinciden con las de otro, su capacidad de veto pierde importancia. Por último, existe el problema de que en el interior de actores colectivos, como partidos políticos, sindicatos, o bloques legislativos, pueden a su vez existir actores colectivos más pequeños o actores individuales con su propio poder de veto. La moraleja es que contabilizar actores con poder de veto puede ser una tarea muy engorrosa,[8] y no siempre del todo iluminadora. El estudio de los jugadores con poder de veto no es un buen candidato para desplazar la categorización “presidencialismo-parlamentarismo” del centro de la escena.
Por mi parte, creo que la relevancia de la distinción “presidencialismo-parlamentarismo”, lejos de diluirse, está presupuesta por el propio Tsebelis cuando señala que cuando ambos sistemas (el presidencialista y el parlamentario) cuentan con un número alto de jugadores con poder de veto se da la siguiente diferencia: en los parlamentarismos habrá inestabilidad de los gobiernos, mientras que en los presidencialismos habrá inestabilidad de sistema.[9] Bajo ciertas circunstancias, la diferencia entre parlamentarismo y presidencialismo, aprendemos de Tsebelis... ¡es la que hay entre democracia y dictadura!
Ahora bien, aun cuando la distinción entre presidencialismo y parlamentarismo sigue siendo relevante, sí se nota un corrimiento del foco de análisis. Hasta hace quince años el gran parámetro de estudio era el de la estabilidad de los sistemas, pero hoy la atención está centrada en el tipo de políticas y resultados que uno u otro sistema tiende a producir.[10] Dicho de otro modo, si antes preocupaba la supervivencia del presidencialismo, hoy nos importa su vida. Así, interesa indagar sobre la capacidad del presidencialismo para producir reformas estructurales, para resistir los embates de los grupos de presión, para controlar la corrupción, para evitar los giros drásticos en las orientaciones de los gobiernos, o para producir bienes públicos. Como veremos, el presidencialismo no sale precisamente bien parado de estos nuevos análisis.

2. Los males del presidencialismo, ayer y hoy.
Antes de analizar algunas de los nuevos desarrollos en el estudio del presidencialismo, repasemos someramente cuatro de los cuestionamientos más tradicionales contra el presidencialismo.
i)El problema de las legitimidades en conflicto: Arend Lipjhart ha afirmado que, dado que en los sistemas presidencialistas tanto el poder legislativo como el ejecutivo son electos popularmente, surge la posibilidad de graves conflictos entre ambos poderes, por ejemplo, si ellos expresan preferencias políticas diferentes.[11]
ii) El problema de la rigidez: Los sistemas presidencialistas no disponen de modos flexibles de resolución de los conflictos referidos anteriormente. El mandato fijo del presidente es un obstáculo para posibles “reajustes”.[12]
iii) Tendencias mayoritaristas: Lipjhart[13] ha señalado que el presidencialismo desalienta los acuerdos y consensos, los que son especialmente necesarios en épocas de crisis y de transición.[14] Linz[15] atribuye esta debilidad a la característica de juego de “suma cero” o “winner-takes-all” del presidencialismo. Guillermo O´Donnell, en el mismo sentido, se refiere a los sistemas presidencialistas de América Latina como “democracias delegativas”, en que los presidentes están “habilitados a gobernar al país como se les ocurra...”.[16]
iv) Personalización del poder: Carlos Nino, entre otros, ha enfatizado que en estos sistemas un enorme poder queda concentrado en las manos de una sola persona. Esto vuelve a los presidencialismos vulnerables a rupturas institucionales, ya que la eventual debilidad en el liderazgo presidencial implica la debilidad de todo el sistema.[17]

Los estudios sobre presidencialismo de los últimos quince años reafirman su carácter problemático. Como dije anteriormente, en los últimos años el foco de los análisis se ha puesto en los problemas de funcionamiento del presidencialismo, más que en su perdurabilidad. Sin embargo, pese a que también ha habido algunos trabajos que confirman la debilidad presidencialista frente a las rupturas institucionales, en este apartado quisiera referirme a los problemas de funcionamiento del presidencialismo, los que pueden ser entendidos como nuevas variaciones sobre las clásicas melodías de Linz, Nino, Lipjhart y otros.
v) Giros abruptos. Susan Stokes ha estudiado una tendencia persistente en las democracias latinoamericanas: la de los giros abruptos que los presidentes llevan a cabo en sus políticas de gobierno respecto de sus promesas electorales.[18] No se trata de un fenómeno aislado, ya que sucede en más de un 30 % de los casos. Es decir, en al menos 3 de cada 10 elecciones presidenciales el ganador quebranta sus compromisos electorales y encara políticas diferentes a las anunciadas.[19] Resulta notable que en todos los casos de giros abruptos las políticas adoptadas son hacia la derecha. No hay un solo caso de un presidente que gobierne a la izquierda del discurso de su campaña. Más allá de que en algunos casos (Fujimori, Menem) el cambio de rumbo resulta validado electoralmente en elecciones posteriores, resulta evidente que estos giros producen un daño sobre la confianza pública en la política. Estos giros son mucho más difíciles en los sistemas parlamentarios, ya que se requeriría que todo el partido de gobierno o la coalición gobernante coincida en favorecer el cambio sorpresivo. Además, los sistemas parlamentarios tienden a ser más inmunes a la llegada de “outsiders”.
vi) Conservadurismo institucionalizado: En general los sistemas presidencialistas se caracterizan por originar un número mayor de actores con poder de veto que los sistemas parlamentarios. (En general, pues los sistemas parlamentarios con coaliciones multipartidarias también tienen muchos actores con poder de veto, y por el contrario los ejecutivos que concentran grandes poderes legislativos, de hecho o de derecho, implican una disminución en el número de poderes de veto).[20] La probabilidad de que un proyecto legislativo del gobierno sea aprobado por el Congreso es menor en el presidencialismo, dada la alta frecuencia de gobiernos en minoría. Cualquiera que esté preocupado por implementar una agenda progresista en América Latina debería tomar nota de que en un sistema presidencialista los cambios frente al status quo 1) son más improbables, 2) menos profundos, 3) más lentos, 4) más costosos.[21]
Persson y Tabellini muestran que los regímenes parlamentarios suelen estar acompañados por gobiernos de mayor tamaño. También, que los sistemas parlamentarios tienden a proveer más bienes públicos que los presidencialistas.[22] La explicación que proveen estos autores es que la base electoral de los regímenes parlamentarios tiende a ser mayor (y, podríamos agregar, a mantenerse durante el tiempo, sobre todo si está acompañada de mecanismos consensualistas como la censura constructiva), lo que favorece políticas más igualitarias. Por otra parte, en el parlamentarismo existe una mayor cohesión legislativa, lo que favorece acuerdos más “generosos” sobre el gasto público.
América Latina precisa revertir la doble regresividad dada por sistemas impositivos que penalizan a los pobres y por estados cuyo gasto está orientado a las franjas más acomodadas.[23] Para encarar las enormes inequidades de infraestructura, educativas, y de ingresos, el gasto público deberá aumentar o permanecer alto. Por supuesto, un nivel alto de gasto público no es garantía de mejora alguna, pero es una condición necesaria. El presidencialismo no parece ser, después de todo, una opción neutra cuando reflexionamos acerca de las abismales desigualdades en nuestra región.
vii) Corrupción e ineficiencia. Jana Kunicová[24] y Susan Rose-Ackerman[25] han estudiado la relación entre diversos sistemas institucionales, incluyendo el presidencialismo, y la corrupción. Kunicová señala con sensatez que existen dos fuentes de riesgos de corrupción en los presidencialismos: El mandato fijo de el o la presidente (que le niega a la ciudadanía toda posibilidad de castigar electoralmente al presidente que está cumpliendo los últimos años de mandato),[26] y la concentración de funciones en el o la presidente vis a vis el Congreso. Kunicová ha relevado la relación entre diversos índices de corrupción y los sistemas presidencialistas y los resultados son claros: presidentes irresponsables ante el electorado y ante el Congreso no son la mejor garantía de transparencia ética.[27]
La vulnerabilidad del presidencialismo frente a las presiones corporativas ha sido descripta por Linz, Nino, y otros.[28] En este mismo sentido, David Vogel ha explicado que el tipo de separación de poderes del presidencialismo tiende a abaratar el costo de acceso de los grupos de interés, al crear dos centros decisorios.[29] A su vez, Bruce Ackerman argumenta que el tipo de competencia entre el Congreso y el Presidente por el control del aparato burocrático del estado tiende a generar un estilo de gobierno excesivamente politizado, transformando el poder ejecutivo en un enemigo del rule of law.[30]
Los nuevos estudios sobre el tema no alientan la pasividad imperante sobre el sistema de gobierno dominante en la región: el presidencialismo fomenta la corrupción, el corporativismo y la ineficiencia administrativa.

El contraataque presidencialista.
¿O será que tal vez fuimos demasiado duros con el presidencialismo? En este apartado me propongo analizar algunas reacciones frente a las críticas al presidencialismo. En resumen, la acusación contra el presidencialismo es que es un sistema democrático débil y al mismo tiempo, un sistema débilmente democrático. Es un sistema democrático débil en cuanto ha mostrado una gran fragilidad frente a las rupturas institucionales. Y es un sistema débilmente democrático en cuanto tiende a acentuar rasgos muy negativos en el sistema político. Pero como reacción a las críticas frontales al presidencialismo, han surgido algunas voces intentando relativizar sus alcances. De acuerdo con estas reacciones no resultan claras ni la conexión entre presidencialismo y rupturas institucionales, ni las supuestas deficiencias funcionales del presidencialismo.
3.1. Presidencialismo y golpes de estado.
La relación estrecha entre presidencialismo e inestabilidad democrática tiene una amplia aceptación académica. Un clásico estudio de Alfred Stepan y Cindy Skach,[31] muestra que la tasa de supervivencia de los regímenes presidencialistas en 53 países fuera de la OECD entre 1973 y 1989 es del 20%, en comparación con el 61% de los sistemas parlamentarios puros. Un trabajo de Scott Mainwaring[32] muestra que de las 32 democracias con una estabilidad de 25 años (a 1991), 23 (o sea un 72%) son parlamentaristas. Fred W. Riggs[33], señala que a 1988, salvo los EEUU, todos los países presidencialistas han sufrido golpes de estado, mientras que dos terceras partes de los regímenes parlamentarios del Tercer Mundo han permanecido en democracia. Linz insiste en que los EEUU son la única “democracia presidencial con una larga historia de continuidad constitucional.”[34] Más recientemente, Adam Przeworski y otros[35] han mostrado que, durante los años 1950-1990, el 54% de los regímenes presidencialistas han sufrido golpes, contra un 28% de los parlamentaristas. La expectativa de vida de un régimen presidencialista es de 21 años, contra 73 de un sistema parlamentarista. Estos autores, además, desmienten la idea de que la inestabilidad de los presidencialismos se deba a que los análisis suelen centrarse en los casos latinoamericanos, ya que la supervivencia de los sistemas presidencialistas latinoamericanos es bastante mayor a la de los sistemas presidencialistas fuera de América Latina (10.6 años contra 6.5 años). Además refutan la noción de que es el subdesarrollo y no el régimen de gobierno la causa de la inestabilidad política, ya que muestran que “las democracias presidenciales tienden a morir más que las parlamentarias en cualquier nivel de desarrollo.”[36]
Shugart y Carey cuestionan esta vinculación entre presidencialismo e inestabilidad. De manera provocativa, estos autores afirman que “no hallan justificación a la aserción de Linz y otros de que el presidencialismo tiende inherentemente a sufrir crisis que lleven a rupturas.”[37] Por un lado, identifican 12 regímenes presidenciales y 21 parlamentaristas que sufrieron rupturas durante el siglo veinte. Por otro lado, listan 12 sistemas presidencialistas estables contra 27 parlamentarismos estables. Pero al enfocarse en el Tercer Mundo observan que el 59.1% de los regímenes parlamentarios sufrió rupturas, contra solamente el 52.2 % de los presidencialistas.
Sin embargo, encuentro algunas deficiencias importantes en este análisis de Shugart y Carey. Primero, cuando enumeran las rupturas en los parlamentarismos, estos autores cuentan cada ruptura independientemente del hecho de que algunas de ellas sucedieron en el mismo país. Por ejemplo, contabilizan separadamente los golpes en Grecia de 1936 y 1967, y los de Pakistán de 1954 y 1977. Pero de modo sorprendente, no aplican ese criterio a las rupturas en los sistemas presidencialistas. Por mencionar el caso del primer país de su lista (Argentina), la aplicación consistente del criterio hubiera implicado contar seis rupturas: 1930 (la única registrada por los autores), 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. Todas estas rupturas satisfacen las (peculiares) condiciones postuladas por Shugart y Carey: casos en que las rupturas estuvieran precedidas por dos elecciones generales consecutivas. Segundo, el criterio estipulado para establecer que un régimen democrático es exitoso es aun más sorprendente: haber tenido al menos dos elecciones democráticas sin rupturas. Eso significa, por ejemplo, que las naciones con elecciones bianuales son contabilizadas como democracias consolidadas a los dos años, y que Argentina ha tenido siete períodos de democracia consolidada en el siglo pasado (como el fumador que abandona para siempre el cigarrillo... ¡todos los lunes!). Linz también llama la atención sobre otros errores y omisiones de este trabajo, como, por ejemplo, el hecho de que no se cuente a India entre los regímenes parlamentarios estables.[38]
En un trabajo posterior, Shugart y Scott Mainwaring[39] siguen una línea diferente de análisis. No cuestionan de manera directa la relación entre presidencialismo y rupturas institucionales pero apuntan a otros factores como los verdaderos responsables de la inestabilidad, e inversamente, de la estabilidad de los regímenes parlamentaristas. Estos autores sospechan, por un lado, que existe un sesgo en la literatura sobre el tema, ya que la continuidad democrática podría deberse a “condiciones de trasfondo mejores en términos relativos.” Por otra parte, también dudan que las rupturas latinoamericanas “resulten del presidencialismo antes que de otras condiciones que afectan generalmente a las democracias sudamericanas.”[40]
Resulta importante, antes que nada, aclarar que nadie ha atribuido en forma distintiva al presidencialismo la única responsabilidad en los quiebres institucionales. El argumento, por el contrario, asume una forma diferente: que el presidencialismo es ineficaz para contrarrestar (y a su vez genera algunas) tendencias rupturistas. Pero, aun así, la sugerencia de Shugart y Mainwaring (la de que otros factores son los decisivos para explicar los éxitos del parlamentarismo y los fracasos del presidencialismo) puede ella misma ser cuestionada. Considérese la “correlación ampliamente reconocida entre la herencia colonial británica y la democracia.”[41] El ejemplo de estas ex-colonias es particularmente bienvenido por los críticos del presidencialismo, porque lo interpretan como una demostración de que aun en países con bajos niveles de crecimiento económico y enorme pobreza, la democracia puede arraigar de modo perdurable si se elige el sistema de gobierno apropiado. La idea de Shugart y Carey es que la durabilidad de las democracias de esos países podría explicarse por factores ajenos al parlamentarismo. Pero supóngase que, por caso, es la tolerancia la que explica el éxito de la democracia en esos países. El cuento no termina allí, porque bien podría replicarse que el predominio de la tolerancia se debe (al menos parcialmente) a la existencia de instituciones que animan y refuerzan conductas deliberativas y respetuosas. Me apresuro a hacer notar, frente al lector escéptico que podría creer que esto es una mera especulación, que todas las colonias británicas que adoptaron un sistema presidencialista sufrieron golpes de estado.
Shugart y Mainwaring creen que es posible que las rupturas en América Latina se hubieran debido a otras razones, más allá del sistema político. De hecho, es bien conocido que muchas explicaciones se han intentado para dar cuenta de los fracasos de las democracias en la región: tal vez las dos principales sean el legado cultural de la colonia (la influencia del autoritarismo español y católico) y la estructura social y económica.
Ahora bien, ¿hasta qué punto podemos aislar estas variables de la estructura político-institucional? En primer lugar, y con relación a la herencia cultural autoritaria, la tendencia a depender de fuertes liderazgos personales puede ser mitigada a través de una estructura de gobierno que tienda a la difusión del poder, o, por el contrario, puede ser agravada a través de un régimen institucional que concentra gran cantidad de poder en una sola persona. Lo mismo ocurre con la intolerancia como rasgo cultural. Ésta puede debilitarse por medio de instituciones que favorezcan la cooperación y el consenso, o puede reforzarse al adoptar sistemas de decisión que incentivan la confrontación permanente. Algo similar puede decirse con relación a las explicaciones de tipo económico. La desigualdad, la pobreza, el subdesarrollo son, plausiblemente, causas de inestabilidad. Pero como lo afirmé en la sección anterior, ellas mismas no son independientes del sistema presidencialista, con sus incentivos para crear situaciones de bloqueo, su tendencia a generar crisis, su inclinación al corporativismo y su debilidad frente a la corrupción.[42]
Los propios Shugart y Mainwaring asumen la importancia de las instituciones políticas, poniendo en tensión su hipótesis acerca de que son otros los factores determinantes de la (in)estabilidad de las democracias. Al enumerar razones probables para explicar la correlación entre la herencia colonial británica y la democracia, mencionan ¨la tendencia a entrenar servidores públicos” y “las prácticas e instituciones de gobierno”. La primera es aceptada ampliamente como una característica saliente, y una ventaja,[43] de los sistemas parlamentaristas. Y, por supuesto sería llamativo que se desvincularan “las prácticas e instituciones de gobierno” del mismo sistema parlamentarista. Shugart y Mainwaring afirman que éstas “incluyen pero no se reducen al parlamentarismo.”[44] Pero, en verdad, alcanza con que lo incluyan para que los críticos del presidencialismo estén en lo cierto: el parlamentarismo contribuye a explicar la estabilidad de los regímenes democráticos (nadie ha dicho que sea la única causa, lo que sería absurdo).
Estos autores también afirman que la perdurabilidad democrática de los parlamentarismos se debe a que en su mayoría se trata de países de altos ingresos económicos. Como vimos, Przeworski y otros han refutado esta noción. Pero además, países como Canadá, Israel y Japón (los ejemplos fuera de Europa provistos por Shugart y Mainwaring) son ricos hoy, pero no lo eran hace medio siglo. Estos mismos casos podrían perfectamente ser usados por los defensores del parlamentarismo para mostrar que este sistema favorece el desarrollo.
Podemos concluir en que la relación entre presidencialismo e inestabilidad democrática todavía no ha sido desmentida.

3.2. Supuestas ventajas del presidencialismo.
Me ocuparé ahora de algunas supuestas ventajas del presidencialismo, expuestas en la última década y media.
3.2.1.) Superioridad electoral prospectiva (Identificabilidad).
Shugart y Carey[45] señalan la ventaja del presidencialismo consistente en “el grado en que los votantes pueden identificar antes de la elección los distintos gobiernos alternativos que pueden emerger de la elección.” Reconocen que en los sistemas parlamentaristas con dos partidos también “hay un gran rango de identificabilidad”, pero dicen que en los sistemas multipartidarios, “tiende a ser mucho más pequeño”. Linz cuestiona el argumento, afirmando que “en las elecciones presidenciales el votante puede conocer mucho menos acerca de quien habrá de gobernar que el votante de un partido en la mayoría de los sistemas parlamentaristas”. Esto se debe a que en los parlamentarismos los jefes de gobierno tienen menos margen de maniobra que los presidentes para formar sus gabinetes.
Además, el trabajo de Stokes referido en el apartado anterior muestra la enorme cantidad de giros abruptos en los planes de gobierno que se da en los sistemas presidencialistas latinoamericanos, lo que desmiente la idea de identificabilidad. Por último, la existencia, en muchos casos, de elecciones legislativas intermedias también erosiona la identificabilidad, ya que el presidente resultante de la elección puede no disponer (desde el inicio o posteriormente) de las herramientas legislativas necesarias para gobernar. En estos casos, el electorado no identifica ni siquiera gobiernos alternativos, ya que bien puede resultar, luego de las elecciones, una situación de desgobierno.[46]

3.2.2) Superioridad electoral retrospectiva (Rendición de cuentas [Accountability]).
Persson y Tabellini afirman que “un régimen presidencial-congresional que funciona bien opera mejor en términos de accountability, porque lidia mejor con el problema de agencia entre votantes y políticos”.[47] De acuerdo a Shugart y Carey “bajo el principio de maximizar la rendición de cuentas directa (en el sentido de poder sancionar a los funcionarios electos en funciones por medio del voto) entre votantes y funcionarios elegidos, el presidencialismo es claramente superior al parlamentarismo...” Esto se debería a que “los votantes votan directamente por un ejecutivo que no puede ser removido por coaliciones cambiantes.”[48]
Por el contrario Stepan y Skach[49] afirman que “el principio de accountability en el presidencialismo es más débil que en el parlamentarismo”. Linz[50] niega la existencia de esta ventaja sobre la base de dos argumentos. Primero, que la superioridad no puede alegarse respecto de sistemas que no permitan la reelección presidencial. Esta réplica pierde terreno dada la tendencia a reformar las constituciones permitiendo la reelección. Claro está que Linz podría insistir en que si la reelección no es indefinida siempre habrá un período en el que el presidente sabe que no podrá presentarse a reelección, período en el que no habrá forma de castigarlo mediante el voto. Segundo, Linz objeta el tipo de accountability que permite el presidencialismo, en que los votantes deben esperar hasta el fin del gobierno para ejercerla. La observación es correcta, ya que el control electoral sería mayor si hubiera más posibilidades de forzar elecciones generales, como en los sistemas parlamentarios. Pero la observación de Linz no debe hacernos perder de vista que en aquellos casos en que hay elecciones intermedias (la mayoría) los votantes pueden hacer mucho contra un presidente que les disgusta antes de que termine su mandato. El electorado puede votar a la oposición, castigando, y muy duramente al presidente, ya que hasta podría dejarlo en minoría en el congreso. El problema en estos casos es que la ira contra el presidente se canaliza ineficientemente ya que no provoca el fin del mandato presidencial sino la parálisis del sistema. No es que el presidente deja de ser “accountable”, sino que el castigo se canaliza al mismo tiempo en su contra y contra el sistema en su conjunto.
Hay otros problemas que hacen que la relación entre presidencialismo y accountability no resulte tan clara. Por una parte, muchas veces la posibilidad de ejercer accountability nunca llega porque el sistema se derrumba antes. Por otra parte, el hecho de que las elecciones tengan una oportunidad prefijada establece una restricción de calidad a la accountability. Podría alegarse que la verdadera accountability reside en poder echar al mal mandatario en cualquier momento. Las fechas fijas de elecciones favorecen en los presidentes el hábito bien conocido de variar su comportamiento en época de elecciones, explotando la tendencia sicológica a subestimar el peso de los hechos pasados y recordar más vívidamente los más recientes.

3.2.3.) Superioridad en las opciones electorales.
Shugart y Mainwaring[51] afirman que el presidencialismo cuenta entre sus ventajas con el hecho de proveer al electorado de dos opciones electorales (una para el ejecutivo y otra para el legislativo), y ven esta característica como el otro lado de la moneda de la crítica de Lipjhart sobre las legitimidades en competencia.
Pero ¿se trata de una opción doble o de una opción dividida? La legitimidad dual puede llevar al bloqueo entre los poderes y eso implica un freno a la tarea legislativa y a la fluidez en el gobierno. Pero entonces, esta faceta del presidencialismo, en lugar de permitir mayores opciones electorales reales, parece dividir la opción electoral en dos opciones más débiles. La opción electoral, en efecto, puede verse frustrada si el Congreso no puede legislar contra la voluntad del presidente, y la opción respecto del poder ejecutivo puede tornarse ilusoria con un Congreso mayoritariamente opositor: el costo de proveernos con dos votos es el riesgo de debilitar nuestra capacidad total de influencia. La forma de que ambos votos se reflejen en la legislación y en el gobierno es unificarlos, como resulta en los sistemas parlamentarios. En suma, el presidencialismo no multiplica las opciones electorales sino que las divide en dos opciones que podrían ser mutuamente neutralizadoras.

3.2.4. Frenos y Contrapesos.
Shugart y Carey[52] sugieren que, después de todo, el tipo de separación de poderes del presidencialismo puede ser un positivo elemento consensualista, una vez que lo vemos a la luz de la estrategia madisoniana de “poner a la ambición contra la ambición.”[53]
Hay que distinguir dos posibles situaciones. En el caso en que el presidente no dispone de mayoría en el congreso el resultado no es el buscado a través de la idea de frenos y contrapesos (un ejercicio balanceado del poder) sino el de bloqueos e inmovilismo. En el segundo caso, en que el presidente dispone de mayoría legislativa, el argumento según el cual el sistema funciona de manera consensualista tendría algún sentido. La idea es que los legisladores, en este escenario, pueden discutir la legislación con mayor amplitud, “libres de la amenaza de un voto de confianza.”[54] Sin embargo, allí donde impere una alta disciplina partidaria, la amplitud en el margen de maniobra de los legisladores se angosta sensiblemente.
Y de manera más importante, el poder del congreso de legislar sin el consentimiento del ejecutivo es muy limitado: cuatro de cada cinco sistemas presidencialistas le otorgan al ejecutivo poder de veto legislativo y requieren una súper mayoría para dejarlo sin efecto.

3.2.5.) Presidentes - árbitros.
Shugart y Carey[55] se refieren a la posibilidad de que “el presidente pueda, en caso de conflicto político, servir como un árbitro que está por encima de los partidos”. Esta posibilidad, como lo entrevén los propios autores, es irrealista, y solamente podría surgir en un sistema semi-presidencialista, en el que un presidente en minoría conserva algún poder en la formación de un gabinete compartido con la oposición.[56]
En los sistemas presidencialistas el sistema favorece la polarización y un clima de confrontación entre los partidarios del presidente y la oposición. En este contexto, sencillamente no hay espacio disponible para que el presidente se sitúe en un rol equidistante en la discusión pública, ya que él constituye uno de los polos de la confrontación.

3.2.6.) Transparencia Política.
Se ha dicho, en defensa del presidencialismo, que este sistema provee mayor información acerca de las preferencias de los actores políticos relevantes. Éste es, se alega, el efecto “de las idas y venidas entre los poderes de gobierno.”[57] En los regímenes parlamentaristas, en contraste, la información es menos visible, y muchas preferencias del ejecutivo jamás llegan a conocerse. Esta tendencia sin embargo, debe ser contrapesada por la probabilidad del abuso presidencial de sus poderes unilaterales, y por el efecto distorsivo que tiene la personalización del poder sobre el debate público. Usualmente los esquemas presidencialistas carecen de algo parecido a los debates públicos en el Parlamento en los que los Primer Ministros defienden sus políticas de gobierno y deben responder en el momento las críticas de la oposición.
Como siempre, es importante entender que los EEUU son un caso extraño, no un caso paradigmático, de presidencialismo. Como observa Eaton, el poder de las comisiones del Congreso norteamericano no está replicado en otros sistemas presidencialistas: “Estos sistemas centralizan la negociación política en la rama ejecutiva más allá de la separación formal de poderes.”[58]

Presidencialismo o democracia.[59]
Los problemas del presidencialismo no son simplemente mecánicos o de eficacia. Muchas de las deficiencias del presidencialismo lo vuelven no sólo un sistema indeseable por sus efectos, sino ofensivo respecto de una noción robusta de la democracia. Esta es una razón para preocuparnos aun más por la indiferencia que ha vuelto a predominar respecto del presidencialismo. Quiero ocuparme en este apartado de exponer las formas en que el presidencialismo colisiona con la democracia.
Las discusiones que hemos tenido a lo largo de estos años en SELA nos sirven para, a modo de punto de partida, delinear un ideal de democracia alrededor de la idea de igualdad. Mi sugerencia es que partamos de una idea simple de igualdad, que nos permita su uso en diversos contextos. De tal manera, en vez de enzarzarnos en disputas sobre la igualdad política, la igualdad económica, o la igualdad social, podríamos converger en los requerimientos de esa idea simple de igualdad en los dominios de la política, la economía, la educación, etc. Espero poder mostrar que el esfuerzo que propongo podría aclarar algunas de nuestras discrepancias.
La idea simple de igualdad es la igualdad moral de las personas, bajo cualquiera de sus formulaciones, sea que todos somos “igualmente humanos”,[60] “igualmente valiosos”, “igualmente dignos”, “igualmente respetables”. Las diferentes formulaciones son equivalentes a los fines de nuestras discusiones. Esta idea está arraigada en diversas tradiciones, como la judeo-cristiana y la liberal. El fundamento de la idea suele hacer referencia a nuestra capacidad para dar y recibir justicia,[61] o para evaluar,[62] o para conducir una vida. [63] La implicancia más obvia de la idea es la descalificación de acciones y políticas discriminatorias, racistas, sexistas, o que establezcan o perpetúen sociedades de castas o (al menos fuertemente) jerárquicas.
Para arribar a implicancias menos obvias de esta idea (las implicancias que generan mayores discrepancias, por ejemplo con relación a la economía y las prestaciones estatales), puede sernos útil notar que los fundamentos de la idea de igualdad moral, es decir la capacidad de dar y recibir justicia, evaluar, o conducir una vida, coinciden en el valor de elegir. Si a algunos se les reconociera la posibilidad de elegir y conducir planes de vida o conductas que a otros se les veda, entonces se les estaría negando su carácter de iguales.[64]
¿Qué notas mínimas debe contener un sistema político para respetar la igualdad moral de las personas? En primer lugar la democracia, como forma política de la igualdad, requiere, al menos, ser diseñada de modo de no amplificar ciertas voces en desmedro de otras, o de modo de no privilegiar indebidamente las preferencias de ciertas personas en lugar de las de otras. El propio carácter deliberativo de la democracia, como insistía Carlos Nino, responde a un requerimiento igualitario. La democracia exige un diálogo entre iguales, a través de foros abiertos a todos, y de un sistema político que amplifique las diversas perspectivas y garantice la confrontación abierta de ideas y propuestas. La exigencia de una justificación pública y abierta de las preferencias tiende a protegernos contra la desigualdad que implicaría reducir la dinámica política al acomodamiento de intereses, dada la (parcialmente) azarosa asimetría en nuestros poderes de negociación.
En segundo lugar, en el corazón de la democracia está la regla de la mayoría, ya que cualquier otra forma de decisión implicaría darle un peso extra a ciertas personas o grupos. Las mayorías deben influir en el gobierno de manera significativa y sin excesivos obstáculos institucionales.
En tercer lugar, la igualdad se manifiesta a través de los derechos. Por supuesto, de todos los derechos, no solamente los llamados clásicos, sino también de los sociales y económicos. Para que las personas estemos en una relación de iguales la satisfacción de ciertos intereses básicos no puede estar sujeta a los vaivenes de la política, ya que su fundamentación no está vinculada a la cantidad de votos que la respalda. De allí que la promesa liberal igualitaria que la mayoría de nuestras constituciones formula en sus listados de derechos fundamentales necesita de estados que promuevan la tolerancia, la libertad de expresión, la mayor amplitud de proyectos de vida disponibles, al tiempo que reformen de manera persistente las desigualdades estructurales que niegan a las grandes mayorías el disfrute de los derechos que otros tienen a su disposición.
Los tres requerimientos de la igualdad son vulnerados por el presidencialismo. Por empezar, el presidencialismo degrada la calidad deliberativa de la democracia. Esto sucede de varias maneras. En primer lugar, porque la personalización del poder genera un diálogo público, cuando lo hay, muy asimétrico, debido a que el presidente rara vez participa en las deliberaciones públicas dando y recibiendo razones. Sus intervenciones tienden a adoptar un tono imperial, por encima del nivel terrenal de la política cotidiana. Cuando la realidad se complica, el presidente echa mano a su rol de jefe de estado, descalificando a quienes no se alinean con su voluntad, quienes son acusados de conspirar contra los intereses nacionales. La forma en que los presidentes participan en las discusiones públicas es la negación más rotunda de un diálogo racional, igualitario y civilizado. En segundo lugar, la alta polarización que tiende a generar el presidencialismo también deteriora la calidad de la discusión pública, exacerbando las posturas más intransigentes. En tercer lugar, la tendencia a la concentración de funciones en el ejecutivo, contribuye a desplazar el centro de las decisiones de las legislaturas, oscureciendo las razones detrás de las medidas más trascendentes, que suelen adoptarse en secreto, en los despachos ministeriales.
El presidencialismo también resulta difícilmente compatible con el segundo requisito igualitario, el del autogobierno colectivo. Ackerman hace notar que bajo el presidencialismo un partido precisa ganar elecciones durante una década o más para poder controlar instituciones claves.[65] Esto implica un alejamiento demasiado inaceptable respecto del ideal de autogobierno colectivo. Los problemas que revisamos anteriormente, como por ejemplo la debilidad de las opciones electorales (que lleva a que las opciones en las elecciones legislativas y ejecutivas se anulen mutuamente) evidencian que el presidencialismo empobrece la igualdad política. La alta exposición a las presiones corporativas y a los grupos de interés fortalece esta conclusión, ya que implican legitimar un acceso mucho mayor a las decisiones por parte de quienes disponen de mayor capacidad de presión.
Respecto del tercer requerimiento igualitario (un clima de respeto de los derechos), el presidencialismo tampoco resulta la mejor opción. Los elementos autoritarios del presidencialismo contribuyen a explicar el fenómeno de las “democracias antiliberales”:[66] en América Latina se observa una tendencia al deterioro de los derechos individuales, la libertad de expresión, las garantías judiciales, y, muy especialmente, de los derechos socio-económicos, amenazados por la mayor desigualdad del planeta. América Latina necesita reformas estructurales para corregir enormes desigualdades estructurales de tipo político, social, económico. Desde esta perspectiva el presidencialismo es problemático por al menos dos razones. En primer lugar, porque este sistema hace más difíciles los cambios. En los sistemas presidencialistas existe una probabilidad mucho mayor de un gobierno minoritario que la que existe bajo los sistemas parlamentarios (el doble, más precisamente). [67] En estas situaciones, en las que el presidente y el legislador pivotal están distanciados políticamente, se producen bloqueos que impiden, dificultan, encarecen, o demoran las reformas del status quo. En segundo lugar, estos bloqueos generan frecuentemente inestabilidad política, y consiguientemente crisis políticas y sociales. Se encuentra abundantemente demostrado que las crisis golpean más duramente a los sectores más desaventajados. De modo que resulta al menos plausible vincular al presidencialismo con la perpetuación de la desigualdad social y económica.
El presidencialismo es inaceptable desde una concepción democrática del gobierno, porque colisiona con algunos requerimientos de una teoría de la democracia de manera frontal (la personalización del poder, la distorsión de preferencias, la baja calidad deliberativa, la inestabilidad política, el deterioro de los derechos). Pero existen formas más indirectas en que el presidencialismo puede resultar antidemocrático, ya que requiere para funcionar eficazmente (es decir, para evitar parálisis y bloqueos) de factores que son cuestionables desde una perspectiva democrática, como sistemas electorales no proporcionales, y, tal vez, intolerablemente amplias delegaciones de facultades legislativas al ejecutivo. Es en este punto que la teoría de la democracia nos provee razones adicionales para rechazar el presidencialismo, al marcarnos que ciertos ajustes que harían al sistema más eficaz y fluido, lo harían aun más antidemocrático. Por un lado, nos veda una de las recetas para resolver las deficiencias del presidencialismo, la de fortalecer aún más el poder legislativo de los presidentes. Por el otro, nos resalta la importancia de ciertos componentes del sistema político, pero que son difícilmente compatibles con el presidencialismo:
i. ¿Más poder a los presidentes?
Una de las tentaciones frente a la tendencia presidencialista a los bloqueos entre los poderes es la de resolver las tensiones entre presidentes y parlamentos a favor de los ejecutivos, otorgándoles mayores poderes legislativos, (al estilo de la Constitución brasileña reformada) sea a través de facilitar la delegación legislativa al presidente, o fortalecer sus poderes de veto, o reconociéndole la capacidad de dictar decretos con fuerza de ley. Esta salida resulta inaceptable desde una perspectiva democrática, porque implica debilitar aun más el rol de los parlamentos, y acentuar la concentración de poderes.
ii. ¿Menos proporcionalidad electoral?
He aquí una muestra de la incompatibilidad indirecta entre presidencialismo y democracia.[68] Para que el sistema presidencialista funcione eficazmente el régimen electoral debería ser del tipo “winner takes all”, ya que el sistema proporcional tiende a crear múltiples partidos (hay algunas excepciones). La idea es que la fragmentación partidaria, fruto de la representación proporcional, hace más difícil que exista un partido que controle el Congreso, agudizando el riesgo de gobiernos de minoría y las crisis políticas. Por el contrario, sistemas electorales como el uninominal favorecen la existencia de dos partidos, con exclusión de otras perspectivas políticas, y por lo tanto, son los únicos compatibles con el presidencialismo. Pero la democracia requiere, como cuestión de principios, un sistema proporcional. Esto se adecua a la exigencia de amplitud en la representación de perspectivas políticas, y disminuye la tendencia a los discursos y plataformas políticos excesivamente ambiguas que apuntan a seducir a todas las opiniones. (que luego vuelven casi inevitables los giros abruptos una vez alcanzado el gobierno).[69]

¿Semi-presidencialismo?
Dados estos cuestionamientos de tipo instrumental como de principio, es hora de cuestionarse si el semi-presidencialismo (por ejemplo, al estilo francés) es una alternativa prometedora al presidencialismo. Existe una vieja sospecha de que este sistema alberga un potencial de conflictos, y que si en el caso de Francia estos riesgos no han derivado en crisis serias de gobernabilidad ha sido gracias a las virtudes de su élite política.[70] Pero no existen muchos fundamentos para confiar que, en el contexto de la cultura política latinoamericana, los límites borrosos entre los poderes que eventualmente hayan de “cohabitar” vayan a ser consensuados civilizadamente.
Tal vez el problema del deslinde de competencias entre un presidente y un primer ministro que “co-habitan” pueda ser sorteado con una buena técnica de redacción constitucional, como lo sugirió el Consejo para la Consolidación de la Democracia en la Argentina.[71] Pero resta otro problema, a mi juicio insalvable. Cuando el sistema mixto funciona con un Presidente con mayorías en el Congreso, los riesgos de autoritarismo, caudillismo y hegemonía salen a relucir con la misma fuerza que en los sistemas presidencialistas puros. La democracia requiere modos colectivos de deliberación y decisión que son incompatibles con los presidentes-monarcas. Cuando en los sistemas mixtos el presidente dispone de mayorías parlamentarias, la democracia tiembla.
Si los sistemas mixtos resuelven (arguendo) los problemas de parálisis cuando los presidentes pierden popularidad, ellos dejan intacto el autoritarismo que acompaña a los presidentes con respaldo parlamentario. Mi impresión es que en los momentos en que en el sistema semi-presidencialista el presidente dispone de mayoría en el Congreso, quedan en pie los problemas que nos preocupaban antes, en particular el riesgo de excesiva personalización del poder y la baja calidad del diálogo público.
La clave de la reforma de los sistemas de gobierno presidencialistas estriba en correr el centro de poder de los ejecutivos a los parlamentos, y hacerlo de manera permanente, no solamente en tiempos de crisis. La parlamentarización no debería ser una terapia desesperada, ni un mal menor frente a los bloqueos inter-poderes, sino un cambio duradero y estable de nuestras sociedades políticas.

La academia y el presidencialismo.
Si el presidencialismo es indefendible, ¿por qué, entonces, estamos abandonando la idea de reformar los sistemas políticos? Un argumento general sería que la consolidación democrática requiere abandonar la confianza ciega en las reformas constitucionales: los cientos de enmiendas constitucionales y nuevas constituciones que muestra la historia de América Latina[72] son una razón para pensar que dado un mínimo umbral de decencia de las constituciones vigentes, debemos cumplirlas antes de pensar en reformarlas. Una segunda razón para abandonar la crítica frontal al presidencialismo es la tal vez nula probabilidad de un cambio radical de sistema. ¿Por qué navegar contra la corriente?
Pero si las críticas principistas contra el presidencialismo son acertadas, la prédica contra el presidencialismo es un requerimiento democrático, no una mera disquisición técnica. Es posible que una reforma constitucional que termine con el presidencialismo sea una quimera. Pero si nos detenemos a pensar por qué es esto, encontraremos que no se trata solamente de que los intereses políticos que se verían afectados por la reforma tienen un poder de veto sobre la misma. Parte de la dificultad estriba en la indiferencia de las sociedades y de las elites políticas y académicas respecto de las deficiencias estructurales del sistema presidencialista.
Las reformas constitucionales no son baratas, en ningún sentido. Y estoy abierto a aceptar la conclusión de que, luego de analizar los pros y contras, la mejor decisión colectiva sea la de hacer las cosas lo mejor posible con las reglas que tenemos, y poner fin por un buen tiempo a la práctica de refundar nuestras instituciones. Pero al menos, cuando analicemos los pros y contras, tengamos en cuenta que el presidencialismo degrada a la democracia, que promueve una deliberación pública distorsionada y frecuentemente irracional, genera crisis periódicas que empeoran las condiciones de vida de los sectores postergados, incentiva las traiciones electorales, nos desprotege frente a la corrupción, y amplifica las presiones corporativas.
Por cierto, es posible que estemos llegando al punto en que la estructura institucional ha sido internalizada por todos los actores relevantes, incluyendo a los académicos. Tal vez ya nos resulte imposible pensar fuera de la dinámica y los términos del presidencialismo. Pero si algún valor tiene la actividad académica en la región, parte del mismo reside en resistir ese tipo de endogeneidad. Nuestra visión del derecho y las instituciones debe ser transformativa y crítica. Nuestro rol es incomodar y cuestionar, no racionalizar las prácticas asentadas.

Conclusión.

En este trabajo reivindiqué la relevancia actual de la crítica al presidencialismo. Pese al relativo silencio que ha merecido el tema en los últimos años, el presidencialismo sigue siendo un problema clave de muchas de las democracias de América Latina. Las pruebas siguen acumulándose: el presidencialismo exacerba la inestabilidad, y fomenta situaciones de parálisis, debilita a las democracias para enfrentar la corrupción, incentiva los cambios abruptos de programas de gobierno, favorece las tendencias corporativistas y la desigualdad.
La democracia constitucional promete autogobierno, pero el presidencialismo sólo nos da imposición o parálisis. La democracia ofrece diálogo, pero el presidencialismo nos condena a la hipocresía de mandatos vulnerados y al monólogo de presidentes imperiales. La democracia propone igualdad de derechos, pero el presidencialismo fomenta la cultura autoritaria, es ineficaz en la provisión de bienes públicos, y transcurre de crisis en crisis, lo que empobrece y debilita aún más a los sectores más desaventajados.
En términos de las discusiones del SELA, hay buenas razones para creer que el presidencialismo, como siempre se sospechó, produce violencia, amenaza el estado de derecho, violenta los derechos fundamentales y genera pobreza y desigualdad.
¿Por qué deberíamos resignarnos a esta forma menor de democracia?

[1] Agradezco las discusiones con Lucas Arrimada, Paola Bergallo, Juan Bertomeu, Gabriel Bouzat, Alberto Föhrig, Roberto Gargarella, y los integrantes del curso “Temas Actuales de Derecho Constitucional” de la Universidad de Palermo, 2005.
[2] Como Carlos Argentino Daneri, el personaje de El Aleph. Uno de los problemas del presidencialismo es que el precio de atenuar su autoritarismo sería una mayor ineficacia, y viceversa.
[3] Por ejemplo, George Tsebelis, Veto Players, Princeton, 2002.
[4] “Presidentialism And, Or, and Versus Parliamentarism: The State of the Literature and an Agenda for Future Research”, David Samuels & Kent Eaton, 2002.
[5] José A Cheibub y Fernando Limongi, en “Modes of Government Formation and the Survival of Democratic Regimes: Presidentialism and Parliamentarism Reconsidered” Annual Review of Political Science 5: 151-179, niegan esta diferencia, pero hay muchos estudios empíricos que la confirman. Ver el trabajo de Samuels e Eaton y sus referencias, p. 16-7.
[6] Ver Kent Eaton, “Parliamentarism versus Presidentialism in the Policy Arena”, Comparative Politics, 2000, pp. 355-376.
[7] George Tsebelis, Veto Players, Princeton, 2002.
[8] “[A] messy and subjective affair” la califica Eaton en “Parliamentarism...” p. 362.
[9] Veto Players, Introducción, y Cap. 3.
[10] Eaton, “Parliamentarism…”, p. 355-6
[11] Arend Lijphart, “Presidentialism and Majoritarian Democracy: Theoretical Observations, en Juan J. Linz y Arturo Valenzuela (eds.), The Failure of Presidential Democracy, J. Hopkins, 1994, p. 100.
[12] Linz, “Presidential or Parliamentary Democracy: Does It Make a Difference?”, en Linz y Valenzuela, op. cit., , p.6.
[13] Arend Lijphart, “Presidentialism and Majoritarian Democracy: Theoretical Observations, en Linz y Valenzuela, op. cit., p. 97
[14] Gabriel Bouzat nos muestra en su trabajo el ejemplo dramático de Argentina en el año 2001.
[15] Linz, op. cit., p. 14.
[16] O’Donnell, Guillermo, “Delegative Democracy?”, Journal of Democracy,1994.
[17] Nino, Carlos S., “Presidentialism vs. Parliamentarism”, en Presidentialismo y Parlamentarismo, Eudeba, Buenos Aires, 1988.
[18] Susan C. Stokes, Mandates and Democracy. Neoliberalism by Surprise in Latin America, Cambridge, 2001.
[19] Stokes, p. 3, 14-15.
[20] Ver Kent Eaton, “Parliamentarism versus Presidentialism in the Policy Arena”, Comparative Politics, Abril 2000, pp. 355-76, en p. 361.
[21] Samuels e Eaton, op. cit., p. 11 y ss.
[22] Torsten Persson y Guido Tabellini, Political Economics, MIT, 2000, p. 252: “Separation of powers in the presidential-congressional regime produces a smaller government with less waste and less redistribution but also inefficiently low spending on public goods… [l]egislative cohesion in the parliamentary regime, on the other hand, leads to a larger government, with more taxation and more waste, but also more spending on public goods and redistribution benefiting a broader group of voters”
[23] Ver Informe Banco Mundial sobre Desigualdad en America Latina, 2004, en worldbank.org.
[24] Jana Kunicová, “Political Corruption: Another Peril of Presidentialism?”, disponible en http://www.hss.caltech.edu/~jana/perilous%20presidentialism%20feb%2006.pdf (chequeado por última vez Marzo 30, 2006)
[25] Susan Rose-Ackerman y Jana Kunicová, “Electoral Rules as Constraints in Corruption” British Journal of Political Science 35 (4), 573-606.
[26] El límite a las reelecciones presidenciales parece ser otro dato duro en América Latina, como el sistema electoral representativo, allí donde rige. Esto conduce a otro dilema: para que el electorado preserve capacidad de castigar al presidente, éste debería poder reelegirse indefinidamente.
[27] Kunicová, op. cit.. Estas conclusiones deberían contrapesar la insinuación de que el presidencialismo aumenta la transparencia.
[28] Linz, p. 63; Nino, Fundamentos..., p. 604.
[29] David Vogel, “Representing Diffuse Interests in Enviromental Policymaking”, en Bert Rockman y R. Kent Weaver, Do Institutions Matter?, Brookings Institution Press, Washington D.C., 1993, p. 268.
[30] Bruce Ackerman, “The New Separation of Powers”, Harvard Law Review, 113: 3, January 2000, p. 641.
[31] Stepan, A., y Skach, C, “Presidentialism and Parliamentarism in Comparative Perspective”, en The Failure of Presidential Democracy, vol. 1, 1994, Linz, Juan J. y Valenzuela, Arturo (Eds.), The Johns Hopkins University Press.
[32] Mainwaring, Scott, “Presidentialism, Multiparty Systems, and Democracy: The Difficult Equation”, citado en Shugart y Carey, op. cit, p. 38
[33] Riggs, Fred W., “Presidentialism: A Problematic Regime Type”, en Lijphart, A. Presidential vs. Parliamentary Government (ed.), Oxford, 1992, p. 219.
[34] en Lijphart, A., (ed.), op. cit, p. 118.
[35] Adam Przeworski, Michael A. Alvarez, José Antonio Cheibub, Fernando Limongi, Democracy and Development, Cambridge, 2000.
[36] Przeworski et al, Democracy…, pp. 128-31.
[37] Presidents and Assemblies, p. 42.
[38] Linz, J.J., op. cit, p. 73.
[39] Shugart, M. S., and Mainwaring, S., “Presidentialism and Democracy in Latin America: Rethinking the Terms of the Debate”, en Shugart, M. S., y Mainwaring, S. (Eds.) Presidentialism and Democracy in Latin America, Cambridge University Press, 1997.
[40] Op. cit. p. 23.
[41] op. cit., p.23.
[42] Waisman, Carlos, “Reversal of Development in Argentina. Postwar counterrevolutionary policies and their Structural Consequences”, Princeton University Press, New Jersey, 1987. Nino, Carlos, “The Constitution of Deliberative Democracy”, Yale University Press, Conn., 1996.
[43] Por ejemplo, Linz, J, op. cit., p. 32.
[44] op. cit., p. 23.
[45] Op. cit, p. 45.
[46] Un caso extremo (una vez más) de negación de identificabilidad es el caso de Argentina en 2001, cuando asumió la Presidencia el candidato que había perdido las últimas elecciones presidenciales.
[47] Torsten Persson y Guido Tabellini, op. cit., p. 253.
[48] op. cit., p. 44-5.
[49] op. cit. p. 136.
[50] op. cit., pp. 10 y ff.
[51] op. cit., p. 33.
[52] op. cit., p. 46.
[53] Federalist 51,en Madison, Hamilton, Jay: The Federalist Papers, (Clinton Rossiter, Ed.), Penguin books, 1998, p. 322.
[54] Shugart and Carey, op. cit., p. 46.
[55] op. cit., p. 48.
[56] Este rol de árbitro fue atribuido por Julio Faúndez a los presidentes chilenos antes de 1970, (“In Defense of Presidentialism: The Case of Chile, 1932-1970”, en Mainwaring y Shugart, (Eds.) op. cit., p. 300/20.
[57] Samuels e Eaton, p. 34
[58] “Parliamentarism...” at 365. En efecto, ¿qué transparencia existe frente a los cientos de “decretos de necesidad y urgencia” nunca discutidos por el congreso argentino?
[59] Esta crítica normativa al presidencialismo, aunque más centrada en la noción de igualdad, está muy influida por el tratamiento del tema por parte de Carlos Nino y Bruce Ackerman. Ver, Carlos Nino, Fundamentos de Derecho Constitucional, Astrea, 1992, pp. 569-619, y Bruce Ackerman, “The New Separation of Powers”, Harvard Law Review, 113: 3, Enero 2000.
[60] Carlos Nino, The Ethics of Human Rights, Clarendon, Oxford, 1993.
[61] Kant, Rawls.
[62] Gregory Vlastos
[63] Gregory Vlastos
[64] Como nuestras posibilidades de elegir están ligadas a las de los demás, la igualdad es al mismo tiempo relacional y comparativa. Las desigualdades materiales pueden generar relaciones asimétricas, y esa es una razón para atenuarlas, a fin de que sea cierto que somos nosotros, y no los demás, quienes están al mando de nuestras vidas. Pero las discrepancias materiales, o las desigualdades sociales, pueden no tener esa consecuencia (un sentimiento de fuerte autoestima, o una convicción ascética acendrada pueden evitar que sintamos que nuestra vida está en las manos de los demás). Aun en esos casos, nuestras posibilidades de elegir estarían injustamente limitadas, si es que las desigualdades nos fueron impuestas sin referencia alguna a nuestras decisiones. Esta es la convicción que anima los resquemores contra las loterías social y natural. Tanto la clase en que nacimos como los genes que traemos al mundo carecen de la fuerza moral suficiente para validar un tipo de vida. Lo único que puede validar el lugar que ocupamos son nuestras decisiones. Esta es la idea positiva que anima al igualitarismo. Aquello que se quiere neutralizar o igualar, la suerte, está concebido como la negación del aspecto positivo que se quiere honrar, la elección autónoma de proyectos de vida. Por esta razón, deberíamos abandonar el mote de igualitarismo de la suerte [luck egalitarianism] por el de igualitarismo de la voluntad, o de las decisiones [choice egalitarianism]. Las innegables dificultades –metafísicas y prácticas- que rodean a la idea de la neutralización de la suerte no deben alejarnos de lo importante: que son nuestras decisiones las que deben determinar nuestra posición en la comunidad.
[65] Ackerman, op. cit., p. 650.
[66] Ver Peter H. Smith, Democracy in Latin America, Oxford, 2005.
[67] Samuels & Eaton, p. 10.
[68] Cfr. Ackerman, “The New Separation…” p. 655.
[69] La dificultad que le plantea el sistema electoral proporcional al presidencialismo no es solamente normativa. Más allá del argumento principista, es un hecho que la abolición del sistema proporcional es extremadamente difícil, porque usualmente exige el consentimiento de los mismos actores que con seguridad habrán de desparecer del mapa como resultado de la reforma.
[70] Ver, por ejemplo, Ackerman, p. 648.
[71] Dictamen sobre la Reforma Constitucional, Buenos Aires, Eudeba, 1988.
[72] Keith Rosenn, “The Success of Constitutionalism in the United States and its Failure in Latin America: An Explanation,” University of Miami Inter-American Law Review 22, no.1, 1990.

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